Último domingo de marzo.

Acabo de guardar definitivamente el cenicero que usaba cuando venía a pasar la noche conmigo.
Supongo que terminará siendo, como otros, base para la maceta de alguna planta. Probablemente de algún cáctus.

Él era la única persona que fumaba en mi casa. No porque yo tenga, para nada, prohibido fumar (que no soy nada talibán para estas cosas, considero que todos somos mayorcitos y estamos perfectamente informados de qué consecuencias tienen según qué cosas) sino porque a mi casa no viene ningún otro fumador. Simplemente.

De momento, ya digo, lo he guardado. Cuando pase a tener otro uso, no creo que merezca ningún tipo de reseña.

Esta semana tengo que decidir qué destino les doy a las cervezas que guardo en el estante inferior del frigorífico. Yo no bebo habitualmente. Y nunca lo hago si estoy sola. Y además falta mucho para el verano, que podría ser una buena excusa para consumirlas. No sé cuantas puedo tener… ¿una docena? Y quizá tenga alguna más en el medioalmacén que es parte del suelo de la cocina (sí sé que hay tres o cuatro latas, perfectamente visibles). Estaba casi segura de que habían ‘sobrado’ en diciembre, la última vez que estuvo conmigo. Pero no: recordé que las compré en enero. Porque en enero sí planificamos vernos, en principio casi me aseguró que la primera semana, luego quizá la segunda o la tercera… En esos días en que aún parecía que teníamos algún tipo de relación sentimental (o algo), en que condicionaba el quedar conmigo a los horarios familiares: ‘hasta tal fecha no será posible…’. Creo que entonces, a mediados de enero, las compré. Y estoy segura de que a mediados de semana, porque el ‘plan’ era quedar un viernes: yo los viernes salgo de trabajar a las cuatro; él, quizá ese viernes a las seis, aunque habitualmente salga a las siete. No es la primera vez que ‘hago tiempo’ para esperarle. Sí recuerdo hasta haber proyectado (con él al otro lado de la línea) que me entretendría haciendo fotos. Sí recuerdo también que llegó a decirme que podía venir directamente a mi casa, que igual alguien le acercaba hasta Leganés o Getafe…
Sí he recordado todos esos detalles.

Sé que no va a volver a repetirse nada de eso. Me lo ha dejado perfectamente claro.

Aunque hace…¿dos, tres semanas? una conversación pudiese darme a entender otra cosa. O igual simplemente yo quise entenderla. Yo, que soy tan imbécil para según qué, que sigo queriendo creerme que aún es posible, que aún hay algo.

Que no soy capaz de entender qué ha pasado. Que no soy capaz de recordar qué he hecho mal, qué hice, para que todo haya terminado así, para que haya desembocado en este final definitivo.

Han cambiado la hora. Esta semana ya llegaré con luz de día a casa, entorno a las ocho de la tarde.
Aprovecharé un día de éstos para guardar, juntas, sus fotos. Meterlas en un sobre. Evitar volver a encontrarlas cuando busco algo en el mueble donde amontono fotos entre otras cosas: copas, sobres, incienso, velas, esmaltes de uñas, útiles de costura… No son muchas.

La última fue el pasado mes de junio. Estaba guapo. Ésa no la imprimí.
Tampoco habrá más. También me dejó claro que no le gustaba que le hiciese fotos.

Último domingo de marzo. Invierno.
Mi cabeza es lógica y sabe que debe guardar cosas, eliminar quizás otras.
Mi corazón no entiende nada.

Cansancio. E indiferencia.

Estoy cansada. También físicamente.

Hay días en que me duele todo el cuerpo, sin que exista ninguna razón lógica que lo justifique y sin que sea capaz de centrarme en qué me duele realmente. Un agotamiento desde primera hora de la mañana, unas ganas de darme la vuelta yendo en el metro, volver a mi casa y meterme en la cama. Y dormir…

Pero no lo hago. También porque sé que eso no me va a quitar el cansancio. Ni el sueño.

Sé que lo normal en estos casos es ir al médico, ya lo sé. Pero también sé que no iba a solucionar nada. O…, o yo qué sé. No me lo puedo permitir. Ni siquiera sé quién es mi médico, a qué hora lo tengo, dónde… Llevo tantos años sin ir, que…

Y no me gustan las agujas y sé que debería hacerme análisis y todo eso. La única aguja que igual me atrevería a que me tocase sería la de un tatuador, porque hace meses…, o tal vez ya años, se me ocurrió que querría hacerme un tatuaje determinado y que fuese de un dibujo determinado que me hiciera alguien determinado….y sé que eso nunca pasará…

Y tampoco me pinchará, entonces, esa aguja.

Son casi la una de la madrugada. Me he quedado dormida en el sofá antes de las nueve de la noche, no recuerdo el comienzo del informativo que empieza a esa hora. Esta mañana estaba despierta a las ocho, lo recuerdo porque ya era de día y me lo han enseñado las manecillas del reloj rosa. Pero me he vuelto a dormir hasta más de las diez y media. No podía, por tanto, tener sueño. Apenas he hecho nada en todo el día. Desayunar, unas fotocopias, lavarme el pelo, salir a un supermercado cercano a comprar leche y alguna cosa casi innecesaria más, comer a más de las cuatro de la tarde, intentar teñirme de color morado las puntas del pelo, volver a lavármelo para comprobar que con mi tono actual no se me nota el color morado, dejármelo secar primero enrollado en una toalla y luego a su aire, llamarle por teléfono para volver a comprobar que le doy exactamente igual yo y que en realidad le molesta que le llame y que no tenemos nada de que hablar… Y creo que por esto, también, me he quedado dormida tan pronto. Porque la alternativa y lo que en realidad me apetecía era echarme a llorar, de pura impotencia. Porque sigo sin entender nada. Porque sigo sin entender porqué llevo más de tres meses sin verle ni porqué no voy a verle nunca más. No sé qué le he hecho, porque algo le he debido hacer. No sé qué he hecho mal.

Y también por eso y por esto me da igual no saber cómo estoy en realidad. Me da igual qué me pase.

No tengo otro objetivo que dejar pasar unos días laborables en que a veces la realidad es tan desagradable o tan absurda, o algún rato hasta divertida siendo absurda, una realidad laboral en que sé que tampoco tiene más futuro que el hecho de que pasen los días y no cambie nada. Porque en esta empresa tampoco hay más proyección. O no lo hay para mí, que tampoco lo pretendo.

Pasar cada día para que llegue el viernes y salir a las cuatro de la tarde, dos horas antes de lo habitual. Darme una vuelta más larga para volver a casa, pasar por el hipermercado para no tener que salir a comprar el sábado, que fue mi rutina durante años. Proponerme dedicar el sábado a las tareas de la casa, y finalmente no hacer casi nada. Tirarme en el sofá. Llamarle por la tarde, porque entresemana no le gusta que le llame. Y nada más. E irme el domingo a comer y pasar el día a casa de mi madre. Y volver al lunes y volver a empezar el mismo ciclo.

Y saber que esa será mi rutina, en el mejor de los casos, el resto de mis semanas, de mis meses…

Y echarle de menos. Y saber que no voy a verle, que no voy a encontrarle a mi lado al despertarme ninguna mañana más del resto de mi vida. Y no poder evitar echarle de menos igual, aunque yo sea tan lógica y tan realista y sea tan consciente de la realidad.

Estoy muy cansada. Intento estructurar mi vida conforme a esa rutina simple que he descrito. A veces mi lado lógico, ese lado lógico, me indica lo que debo hacer. Pedir cita en el médico. Hacerme unos análisis. Ir al endocrino o a un dietista o lo que sea necesario para adelgazar los más de 20 kilos que me sobran. Ir al dentista, hasta donde económicamente me lo pueda permitir.

O ir al médico y pedir una baja larga. Por estrés, que sé que lo tengo. Y dedicar esa baja a limpiar y ordenar mi entorno, a ordenarme mentalmente también. A dormir y comer ordenadamente, a no encender el ordenador, a no ponerme la tele para quedarme dormida y a poner sólo música en la radio. Y a volver al trabajo cuando realmente no me duela todo, como ahora.

Pero soy plenamente consciente de que no voy a hacer nada de eso.

Le echo mucho de menos.

Alguna vez se me ha pasado fugazmente por la mente ir a verle a la salida del trabajo. No a esperarle, simplemente a verle. Desde lejos. Siendo invisible. Sin que me tenga que ver. Sin tenerle que hacer avergonzarse porque alguien le pueda ver conmigo. Porque sé que también dejé de verle por eso, que dejamos de vernos por eso. Porque no me daba cuenta, pero le debía parecer horroroso que pudiesen verle con alguien como yo.

Alguna vez se me ha ocurrido hacer eso: ir a intentar verle. Pero no lo he hecho. Y sé que mi lado lógico no me va a dejar hacerlo.

Esta noche cambian la hora. Perdemos una hora, que luego nos ‘devolverán’ en octubre. Me gusta que se alarguen las horas de sol, o al menos me ha gustado siempre. Otros años, este tipo de cambios me han descolocado el sueño, los horarios mentales. Me he ido cayendo de sueño por los rincones durante diez días.

Este año no sé cómo va a ser. Estoy siempre cansada, tengo siempre sueño.

A veces, pienso que mi mente sólo quiere dormir, para no tener que pensar. Para ver si tengo suerte y sueño con él. Para ver si tengo suerte y mi realidad desde hace meses resulta ser sólo un sueño. O para ver si tengo aún más suerte y, simplemente, no vuelvo a despertarme.

Esta noche cambian la hora. Son más de la una de la madrugada. He dormido durante horas, no he cenado nada, llevo horas sin beber agua. Seguramente no voy a dormir apenas.

Y creo que me da, que me doy, exactamente igual.