Creí que hoy tendría fácil el motivo/excusa para actualizar. Bueno, creo que sí, que lo tengo fácil. Ó no, no sé bien…
Le tengo dedicada hasta una categoría del blog. No estoy segura, pero es probable que tenga más post «monotemáticos» que nadie.
Sin embargo…
Nos conocimos en una fecha mágica, ésa en que la primavera pasa a ser verano y la noche es apenas un rato de oscuridad. Entonces no lo sabía, y nunca hablamos de ello, pero él vivió en ese sitio en que en esa fecha la noche no existe. Cuando, a veces, ha surgido esa pregunta utópica de «¿qué momento de tu vida te gustaría volver a vivir?», siempre he tenido claro que sería ése: las cinco, seis horas de esa tarde que englobasen las tres primeras que pasamos juntos. Aquella más que atípica entrevista de trabajo. Incluso en los momentos malos de la relación, tuve claro esa respuesta. Porque en los peores momentos, ése era el mejor recuerdo. Y en los momentos buenos, también.
Sin embargo, si tuviese que decir cuál era «nuestra fecha», sería semanasanta. No, nunca pasamos esos días juntos. Ni siquiera me traen buenos recuerdos… Pero coincidiendo con esos días, que nunca caen en la misma fecha del calendario, cada año hubo algo… Hay dos semanasantas que marcan la historia: la del año 2001, en cuyo sábado intentó infructuosamente localizarme, desde el hospital donde llevaba casi un mes internado y donde acababan de sacarle de cuidados intensivos. Otra, la del año 2003: ver que pasaban esos días y que tampoco me había llamado… me hicieron saltar todas las alarmas. Empecé a dejar de tomarme casi a guasa su silencio, desde hacía ya casi 5 meses… Casi siempre, por una ú otra razón, hablábamos esos días. Haciamos planes ó discutíamos ó nos reconciliábamos…
Es curioso. Son curiosas, cuando se mira hacia atrás, las pautas que la vida va marcando. Las pautas y el ritmo con el que se van haciendo muescas en el «todo» que son algunas relaciones humanas…
Yo nací en pleno invierno, en otra de esas fechas «simbólicas». Empecé a trabajar con él a finales de verano, en pleno septiembre. Dejé de trabajar para él a finales de septiembre, comenzando el otoño. El mes de julio fue el de nuestros primeros besos y el del último, y el de nuestra reconciliación sin discusiones previas, pero tras más de tres años de distancia. También los dos julios anteriores yo le llamé, casi por cortesía, por saludar siquiera: saber que estaba ahí e indicar que yo también estaba. Semanasanta era un periodo de «saber que estábamos ahí». Noviembre era un mes dificil, de rupturas y discusiones y silencios y desprecios… y quizá todo lo que engloba eso que se llama pasión, en el fondo: noviembre fue el principio del fin definitivo…
Yo nací en pleno invierno. Él, no.
Tuve un profesor a los 15 años que solía pedir a sus alumnos que levantasen la mano quienes hubiesen nacido en pleno invierno, como yo. Y, luego, a quienes cumplieran años entre abril y junio. Decía que los primeros éramos el claro producto de que «la primavera la sangre altera» y los segundos, la demostración de que la naturaleza es sabia: cuando éramos casi animales y vivíamos sin calefacción ni comodidades, las hembras humanas sabían que sus crías nacidas en primavera tenían más posibilidades de supervivencia. Incluso, que los embarazos producidos en verano, principios del otoño, tenían más opciones de llegar a buen término. Por eso, estadísticamente, en esos dos periodos es cuando más gente cumplía años.
Él nació en plena primavera. Y, sí, sé que lleva sobreviviendo a todo tipo de condiciones adversas casi desde el principio. Lo sé porque tuve que hacerme experta en interpretar leves confesiones, pequeños detalles. Porque guardé confidencias de momentos en que igual no le importaba tanto como para ocultarse de mí. Y lo sé porque llegó un momento en que llegué a conocerle tanto, y tan bien… que no sabía qué pensaba con solo mirarle. Sabía qué sentía.
Cuántas veces hubiese querido no tener esa facultad. No saber lo que estaba sintiendo por mí y contra nosotros.
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Hoy, ya digo, el tema del post era fácil. Pero, no, no es tan fácil en realidad.
Me hubiese gustado poder escribir algo mejor, sinceramente. Pero la primavera nunca me sentó demasiado bien.
Me hubiera gustado, sí, poder contar que por fin me he atrevido y le he llamado y ha cogido el teléfono y ya sé cómo está. Dejarme notar y saber que está ahí. Pero no, no es así.
Para la fecha de hoy, mi proyecto hace meses era publicar un post donde detallase cómo la vida hizo todo lo posible porque no nos conociéramos, no nos encontrásemos, no llegásemos a trabajar juntos, no nos reencontráramos y no nos reconciliáramos.
Pero tampoco ha podido ser.
Está claro que entre él y yo siempre habrá demasiadas cosas. Las que nos unen a nuestro pesar pese a todo y las que nos separan a pesar de todo. Y que nunca pasarán las cosas como deberían.
Yo soy una niña de invierno y él un niño de primavera. Y nos conocimos, superando dificultades y diría que hasta casualidades (si creyera en ellas) una tarde de san Juan.
Hoy es el cumpleaños de «M».
Y me sigo acordando.
A pesar de mí, de las circunstancias adversas, de la vida y de todo. Porque las evidencias es lo que tienen: se dejan notar.
A veces, demasiadas veces, también hay relaciones en las que lo único importante es dejarse notar. Saber que se está ahí.