Pasan los días. Y nada más.

Pasan los días y es lo único que pasa.

Algunas mañanas pienso que igual debería quedarme en casa, en la cama. En realidad, no sería difícil: llamo a la oficina diciendo que no me encuentro bien; llamo al médico (o pido cita por internet o lo que se pueda) y digo que me he quedado en casa porque no me encuentro bien. Y no creo que fuese difícil que me dieran la baja, siquiera para ese día, igual para dos o tres. No sería difícil, la verdad. Están ahí mis antecedentes médicos, está ahí el miedo al covid, puedo contar que en mi empresa se han dado casos… 
No sería difícil, pero no lo hago. Porque lo que me apetecería es quedarme en casa durmiendo. Durmiendo durante horas. Conseguir dormir durante horas, realmente, para no pensar. Y la ejecución de ese plan mío, tan simple y a la vez tan calculado, implica dedicar tiempo: llamadas telefónicas, igual visita presencial a un centro de salud que me pilla a casi una hora de casa, posibilidad de analíticas o incluso de visita de control al hospital… Además de repercusiones económicas, en un momento en que no me puedo permitir perder ni un euro de ingresos…

Y pasa otro día más. Y me levanto a los diez minutos de escuchar el ‘click’ del despertador, que he apagado antes de que suene, que indica la hora en que lo había programado para despertarme. Y que he apagado antes porque siempre estoy despierta antes de que suene, aunque luego remolonee en la cama porque no quiero levantarme, porque quisiera volver a dormirme. Y al final salgo con prisas a más de las ocho porque tengo que estar a las nueve y media en el trabajo. Y me agobio si veo que no voy a llegar a mi hora, autoexigencia aun sabiendo que no pasa nada si llego más tarde, que basta con salir de manera que sean siete horas las que pase en la oficina…

Pasan los días y pasan sin más, uno tras otros, todos igual de vacíos. 

Y voy acumulando cansancio, canas, años, arrugas, kilos. Y no hay nada en el horizonte, nada más que lo que serán más días vacíos. Sin proyectos, sin planes, sin otra cosa que esperar que llegue el final de cada mes y cambiar la hoja del calendario, que la primera semana me llegue la factura del teléfono, que a mediados sea la de la luz, que sobre el día veinte quede para pagar el alquiler, que en algún momento antes de acaba el mes me ingresen la nómina… Gastos e ingresos que nunca voy a comprobar al banco y de los que sólo recibo notificación por correo cada dos meses en cartas que normalmente ni reviso en detalle.

Días sin planes, futuro sin otros cambios que nuevas agendas y algún calendario de pared. 
Pasan los días, se alarga la duración de las horas de luz. 
Y no pasa nada. Ya no pasa nada. 

Le echo de menos.

Le echo de menos.
Le echo de menos como se echan de menos los columpios de la infancia, la serie de televisión favorita que terminó hace tiempo, el olor de los primeros días de curso (libros nuevos, lápices alpino, gomas de borrar de nata, colonia nenuco sobre ropa recién planchada…). Le echo de menos como solo se pueden echar de menos las cosas que se pueden recuperar (existen los columpios; en youtube está, seguro, aquella serie; se pueden estrenar libros y lápices y borradores y la colonia nenuco sigue oliendo igual y hoy plancho yo la ropa) pero que nunca serán igual que las recordamos. Porque nos falta la ilusión del futuro. 
Le echo de menos y quizá sea eso lo único que aún conservo. Mi capacidad de seguir deseando estar con él.  

Él hace mucho que empezó a no estar. A veces, pienso que nunca estuvo, que realmente nunca estuvo ni quiso estar. Y que aunque volvamos a estar físicamente juntos, en realidad nunca estará. 
Le echo de menos y a veces sigue doliéndome. Me duele que no esté, me duele no poder hacer nada. Me duele su indiferencia. Me duele ser tan imbécil. 

Le echo de menos como algo inevitable.

Y, quizá, con el miedo a que cualquier día descubra que ya no me queda ni eso. Ni la capacidad para desear estar con él, hablar con él, saber de él. Miedo a, cualquier día, darme cuenta de que hace días en que ya ni siquiera le echo de menos.

Termina febrero y empieza marzo.

Termina febrero y empieza marzo.
No hay nada más. 

O igual sí. Igual simplemente sigo mirando hacia otro lado, creyendo que si me pongo una sábana sobre la cara y no veo, también desaparezco. Que si algo no se nombra, no existe. 

Estoy cansada. Cansada de tanto vacío, de no poder dejar de dar vueltas aun sabiendo que no iré a ningún sitio, como el hámster en su rueda. 
Cansada mentalmente, con un cansancio que termina agotándome físicamente. Llego a la noche tan cansada que casi me cuesta creer lo que sé que es evidente y que no es otra cosa que el no haber hecho nada en todo el día, nada que pueda justificar el cansancio. 

Termina febrero y empieza marzo.
Igual sería un buen momento para decir un ‘se acabó’ a algunas cosas. Un ‘mes nuevo, vida nueva’. 
Ojalá no estuviese tan cansada. 
Ojalá no fuese, para algunas cosas, tan cobarde.