Finales de marzo.

Finales de marzo.

Pasando del calor del verano a la nieve en cosa de cuatro días contados, volviendo a la primavera, pasando por algo de lluvia y rachas de viento. Tiempo de primavera.

Primavera otra vez, finales de marzo de nuevo. Como cada año.
Y ya han pasado siete.

Y sé que debo dejar de llamarle y debo dejar de escribirle. Que él no va a volver a hacerlo hacia mí. Que en realidad nunca tuvo el menor interés en mi persona, que si yo no me hubiese empeñado hace siete años…, si no me hubiera creído lo que no pasaba por su parte de ser un cumplido, una frase hecha, un ‘podemos quedar algún día’ que repetiría a docenas de personas…, no habría pasado nada entre nosotros.

No voy a decir que he tardado siete años en darme cuenta, porque no es cierto. Hace tiempo que lo sé. He luchado contra esa evidencia durante años.
Pero la evidencia ha ganado. Ni siquiera puedo decir que él haya ganado, porque nunca jugó a nada.

Hace siete años que empezó todo. Otro finales de marzo.

Qué mejor fecha para que la última llamada sea eso, la última. Para dejar de escribirle mensajes. Para borrar sus números de teléfono de los míos (por suerte, no me sé de memoria esos números: si los borro, no podré recuperarlos).  Para dejarle en paz de una vez.

Que mejor fecha para poner fin a lo que nunca debí dejar que empezase para mí. Para dejar, de una vez, de molestarle.

Último domingo de marzo.

Acabo de guardar definitivamente el cenicero que usaba cuando venía a pasar la noche conmigo.
Supongo que terminará siendo, como otros, base para la maceta de alguna planta. Probablemente de algún cáctus.

Él era la única persona que fumaba en mi casa. No porque yo tenga, para nada, prohibido fumar (que no soy nada talibán para estas cosas, considero que todos somos mayorcitos y estamos perfectamente informados de qué consecuencias tienen según qué cosas) sino porque a mi casa no viene ningún otro fumador. Simplemente.

De momento, ya digo, lo he guardado. Cuando pase a tener otro uso, no creo que merezca ningún tipo de reseña.

Esta semana tengo que decidir qué destino les doy a las cervezas que guardo en el estante inferior del frigorífico. Yo no bebo habitualmente. Y nunca lo hago si estoy sola. Y además falta mucho para el verano, que podría ser una buena excusa para consumirlas. No sé cuantas puedo tener… ¿una docena? Y quizá tenga alguna más en el medioalmacén que es parte del suelo de la cocina (sí sé que hay tres o cuatro latas, perfectamente visibles). Estaba casi segura de que habían ‘sobrado’ en diciembre, la última vez que estuvo conmigo. Pero no: recordé que las compré en enero. Porque en enero sí planificamos vernos, en principio casi me aseguró que la primera semana, luego quizá la segunda o la tercera… En esos días en que aún parecía que teníamos algún tipo de relación sentimental (o algo), en que condicionaba el quedar conmigo a los horarios familiares: ‘hasta tal fecha no será posible…’. Creo que entonces, a mediados de enero, las compré. Y estoy segura de que a mediados de semana, porque el ‘plan’ era quedar un viernes: yo los viernes salgo de trabajar a las cuatro; él, quizá ese viernes a las seis, aunque habitualmente salga a las siete. No es la primera vez que ‘hago tiempo’ para esperarle. Sí recuerdo hasta haber proyectado (con él al otro lado de la línea) que me entretendría haciendo fotos. Sí recuerdo también que llegó a decirme que podía venir directamente a mi casa, que igual alguien le acercaba hasta Leganés o Getafe…
Sí he recordado todos esos detalles.

Sé que no va a volver a repetirse nada de eso. Me lo ha dejado perfectamente claro.

Aunque hace…¿dos, tres semanas? una conversación pudiese darme a entender otra cosa. O igual simplemente yo quise entenderla. Yo, que soy tan imbécil para según qué, que sigo queriendo creerme que aún es posible, que aún hay algo.

Que no soy capaz de entender qué ha pasado. Que no soy capaz de recordar qué he hecho mal, qué hice, para que todo haya terminado así, para que haya desembocado en este final definitivo.

Han cambiado la hora. Esta semana ya llegaré con luz de día a casa, entorno a las ocho de la tarde.
Aprovecharé un día de éstos para guardar, juntas, sus fotos. Meterlas en un sobre. Evitar volver a encontrarlas cuando busco algo en el mueble donde amontono fotos entre otras cosas: copas, sobres, incienso, velas, esmaltes de uñas, útiles de costura… No son muchas.

La última fue el pasado mes de junio. Estaba guapo. Ésa no la imprimí.
Tampoco habrá más. También me dejó claro que no le gustaba que le hiciese fotos.

Último domingo de marzo. Invierno.
Mi cabeza es lógica y sabe que debe guardar cosas, eliminar quizás otras.
Mi corazón no entiende nada.

Cansancio. E indiferencia.

Estoy cansada. También físicamente.

Hay días en que me duele todo el cuerpo, sin que exista ninguna razón lógica que lo justifique y sin que sea capaz de centrarme en qué me duele realmente. Un agotamiento desde primera hora de la mañana, unas ganas de darme la vuelta yendo en el metro, volver a mi casa y meterme en la cama. Y dormir…

Pero no lo hago. También porque sé que eso no me va a quitar el cansancio. Ni el sueño.

Sé que lo normal en estos casos es ir al médico, ya lo sé. Pero también sé que no iba a solucionar nada. O…, o yo qué sé. No me lo puedo permitir. Ni siquiera sé quién es mi médico, a qué hora lo tengo, dónde… Llevo tantos años sin ir, que…

Y no me gustan las agujas y sé que debería hacerme análisis y todo eso. La única aguja que igual me atrevería a que me tocase sería la de un tatuador, porque hace meses…, o tal vez ya años, se me ocurrió que querría hacerme un tatuaje determinado y que fuese de un dibujo determinado que me hiciera alguien determinado….y sé que eso nunca pasará…

Y tampoco me pinchará, entonces, esa aguja.

Son casi la una de la madrugada. Me he quedado dormida en el sofá antes de las nueve de la noche, no recuerdo el comienzo del informativo que empieza a esa hora. Esta mañana estaba despierta a las ocho, lo recuerdo porque ya era de día y me lo han enseñado las manecillas del reloj rosa. Pero me he vuelto a dormir hasta más de las diez y media. No podía, por tanto, tener sueño. Apenas he hecho nada en todo el día. Desayunar, unas fotocopias, lavarme el pelo, salir a un supermercado cercano a comprar leche y alguna cosa casi innecesaria más, comer a más de las cuatro de la tarde, intentar teñirme de color morado las puntas del pelo, volver a lavármelo para comprobar que con mi tono actual no se me nota el color morado, dejármelo secar primero enrollado en una toalla y luego a su aire, llamarle por teléfono para volver a comprobar que le doy exactamente igual yo y que en realidad le molesta que le llame y que no tenemos nada de que hablar… Y creo que por esto, también, me he quedado dormida tan pronto. Porque la alternativa y lo que en realidad me apetecía era echarme a llorar, de pura impotencia. Porque sigo sin entender nada. Porque sigo sin entender porqué llevo más de tres meses sin verle ni porqué no voy a verle nunca más. No sé qué le he hecho, porque algo le he debido hacer. No sé qué he hecho mal.

Y también por eso y por esto me da igual no saber cómo estoy en realidad. Me da igual qué me pase.

No tengo otro objetivo que dejar pasar unos días laborables en que a veces la realidad es tan desagradable o tan absurda, o algún rato hasta divertida siendo absurda, una realidad laboral en que sé que tampoco tiene más futuro que el hecho de que pasen los días y no cambie nada. Porque en esta empresa tampoco hay más proyección. O no lo hay para mí, que tampoco lo pretendo.

Pasar cada día para que llegue el viernes y salir a las cuatro de la tarde, dos horas antes de lo habitual. Darme una vuelta más larga para volver a casa, pasar por el hipermercado para no tener que salir a comprar el sábado, que fue mi rutina durante años. Proponerme dedicar el sábado a las tareas de la casa, y finalmente no hacer casi nada. Tirarme en el sofá. Llamarle por la tarde, porque entresemana no le gusta que le llame. Y nada más. E irme el domingo a comer y pasar el día a casa de mi madre. Y volver al lunes y volver a empezar el mismo ciclo.

Y saber que esa será mi rutina, en el mejor de los casos, el resto de mis semanas, de mis meses…

Y echarle de menos. Y saber que no voy a verle, que no voy a encontrarle a mi lado al despertarme ninguna mañana más del resto de mi vida. Y no poder evitar echarle de menos igual, aunque yo sea tan lógica y tan realista y sea tan consciente de la realidad.

Estoy muy cansada. Intento estructurar mi vida conforme a esa rutina simple que he descrito. A veces mi lado lógico, ese lado lógico, me indica lo que debo hacer. Pedir cita en el médico. Hacerme unos análisis. Ir al endocrino o a un dietista o lo que sea necesario para adelgazar los más de 20 kilos que me sobran. Ir al dentista, hasta donde económicamente me lo pueda permitir.

O ir al médico y pedir una baja larga. Por estrés, que sé que lo tengo. Y dedicar esa baja a limpiar y ordenar mi entorno, a ordenarme mentalmente también. A dormir y comer ordenadamente, a no encender el ordenador, a no ponerme la tele para quedarme dormida y a poner sólo música en la radio. Y a volver al trabajo cuando realmente no me duela todo, como ahora.

Pero soy plenamente consciente de que no voy a hacer nada de eso.

Le echo mucho de menos.

Alguna vez se me ha pasado fugazmente por la mente ir a verle a la salida del trabajo. No a esperarle, simplemente a verle. Desde lejos. Siendo invisible. Sin que me tenga que ver. Sin tenerle que hacer avergonzarse porque alguien le pueda ver conmigo. Porque sé que también dejé de verle por eso, que dejamos de vernos por eso. Porque no me daba cuenta, pero le debía parecer horroroso que pudiesen verle con alguien como yo.

Alguna vez se me ha ocurrido hacer eso: ir a intentar verle. Pero no lo he hecho. Y sé que mi lado lógico no me va a dejar hacerlo.

Esta noche cambian la hora. Perdemos una hora, que luego nos ‘devolverán’ en octubre. Me gusta que se alarguen las horas de sol, o al menos me ha gustado siempre. Otros años, este tipo de cambios me han descolocado el sueño, los horarios mentales. Me he ido cayendo de sueño por los rincones durante diez días.

Este año no sé cómo va a ser. Estoy siempre cansada, tengo siempre sueño.

A veces, pienso que mi mente sólo quiere dormir, para no tener que pensar. Para ver si tengo suerte y sueño con él. Para ver si tengo suerte y mi realidad desde hace meses resulta ser sólo un sueño. O para ver si tengo aún más suerte y, simplemente, no vuelvo a despertarme.

Esta noche cambian la hora. Son más de la una de la madrugada. He dormido durante horas, no he cenado nada, llevo horas sin beber agua. Seguramente no voy a dormir apenas.

Y creo que me da, que me doy, exactamente igual.

Mediados de marzo.

Muy cansada.
Me duelen a ratos los picotazos de insecto desconocido que pueblan mis tobillos, alguno en las pantorrillas. Cuando me da el sol, a través de los pantalones, calcetines, botas, pican de una forma indescriptible. Y luego duelen aún más que antes del sol. Se ve que el veneno es de liberación progresiva, o algo así. En este mismo instante me duele y me pica tremendamente un punto en concreto de la planta del pie derecho, es casi un dolor nervioso que me asciende hacia el tobillo…
Como ya conté, sólo me sirve como calmante el gel de aloe puro: es prácticamente lo primero que hago cuando me levanto por las mañanas, casi lo último antes de acostarme, aunque ya antes me haya dado otra pasada de gel, cuando llego a casa o al salir de la ducha o ambas veces.

Estoy muy cansada. La semana, en el aspecto laboral, está siendo complicada. De esas veces en que uno se pregunta qué hace allí, porqué no se levanta y se va a casa, o al médico a pedir una baja por enfermedad (no me iba a costar. Simplemente con la de años que no piso una  consulta…no me iba a costar precisamente con ese argumento: cómo tendré que estar para ir al médico…). Harta de que se dé más valor y más importancia a quienes viven del cuento, pura y llanamente. A quienes se inventan enfermedades para faltar o irse antes cuando les parece bien, por ejemplo…

No quiero pensar en ello. Cuando salgo del trabajo, desconecto. O lo intento y lo sigo intentando hasta conseguirlo. Por eso no quiero pensar, para no acordarme.
Pero durante el día, sumergida en la realidad laboral…, termino muy cansada. Muy agotada en todos los sentidos.

Mediados de marzo. Mañana ya es dieciséis. Es una fecha que me recuerda cosas, todos estos días de marzo me recuerdan cosas del pasado.

Lo mejor de la semana es saber que él ya va estando mejor. Eso siempre me parecerá una buena noticia, la mejor.

Porque por mucho que a veces me empeñe en otra cosa, no puedo dejar de quererle. No puede dejar de importarme por encima de prácticamente todo.
E incluso sin el adverbio de condición.

Aloe y otros calmantes.

Semanita complicada. Y físicamente dolorosa.

Asma y algo de resfriado (me temo. El frío inesperado del primer viernes de marzo). El lunes compré dos frascos de Bisolvón-mucolítico: uno para tener en casa y tomarme una dosis antes de acostarme, el otro para el trabajo y de ese modo poder respetar las tomas de ‘una cada ocho horas’. Creo que algo me ha hecho: respiro algo mejor y los ataques de tos tienen más que ver con el asma…para la que el Bisolvón no es bueno, por cierto…

En un par de ataques me he llegado a asustar en serio: a punto de asfixiarme. Tengo más o menos asumido que moriré ahogada, es más, que en un ataque de ese tipo alguien se empeñará en darme agua (suelen ofrecérmela…y la rehuso por señas mientras me falta el aire) y me ahogaré con ella. Porque en esos casos ése es el problema: cualquier cosa me puede llegar a los pulmones. El asma es precisamente eso, es así de básico todo…

Tengo unos cincuenta picotazos repartidos entre las dos piernas. Fundamentalmente en los tobillos, alguno en las pantorrillas y en los pies. No sé a qué son debidos ni dónde. Mi sábana bajera tenía diminutos rastros de sangre, llegué a plantearme si no habría ‘alguien’ entre mis sábanas aprovechando mi sueño para alimentarse… Luego deduje que no, que simplemente me rascaba en sueños…y de ahí las marcas.

Ayer fumigué, tras limpiar a conciencia el sofá, la alfombra y los alrededores. Insecticida para insectos rastreros (tipo cucaracha… aunque yo lo empleé pensando en chinches y similares) en el suelo, los rincones. Y para mosquitos en el sofá.

Soy alérgica a los insecticidas. Y llevo todo el día medio mareada.

Hace casi ocho años lo pasé fatal con otro ataque salvaje, durante más de un mes, de lo que finalmente supe que eran chinches. Terminé fumigando la vivienda (verano del 2009) y entre eso y los antihistamínicos lo superé (aunque tuve cicatrices durante un par de años: cientos de picotazos de chinche, envenenamiento durante días, un dolor y un picor absolutamente insportable e indescriptible). Me aterroriza volver a algo así.

Me duelen y pican cada una de las heriditas que pueblan mis piernas. Calmo el picor a base de gel de aloe puro. Creo que desde la noche del jueves no tengo ningún picotazo nuevo…pero simplemente eso: lo creo. No estoy segura.

Y…y muchas otras cosas. Ha sido una semana muy complicada en muchos sentidos.
Lo único positivo es que él ya confiesa estar mejor. Hemos hablado un par de veces.
Y escucharle y saberlo me hace el mismo efecto que el aloe: calma el dolor, tranquiliza…

Inesperado invierno.

El viernes, de pronto, llegó el invierno.
La frase es una descripción literal.

Durante el día…no es que hiciese calor, pero estábamos en ese ‘entretiempo’ preprimaveral en que vivimos en Madrid desde hace años. Manga larga, calcetines, unos días abrigo y otros gabardina ligera, algún día bufanda y preferiblemente foulard enrollado al cuello, raramente guantes, alguna vez paraguas o botas de agua.

Para el viernes, las previsiones anunciaban lluvia de manera mayoritaria. Tampoco me fío especialmente de las previsiones, y menos cuando son a varios días-vista: luego la anunciada lluvia se traduce en pasarse el día cargando con el paraguas bajo un cielo despejado, o no sabes qué hacer con la bufanda pensada para esos 3ºC de máxima…que seguramente no se dieron ni de noche. Para el viernes anunciaban lluvia y descenso de las temperaturas. Aún así, me decidí por una camiseta negra, las mallas vaqueras que uso un par de días por semana, zapato acordonado de ante y, sí, chaqueta abrigo por si acaso. De bastante abrigo pese a su aspecto ligero, como descubrí hace unos años. Y bolso de piel azul, de estreno, que lo compré hace dos meses y a este paso no voy a estrenar nunca…

Por la mañana el cielo era inequívoco indicador de ‘durante el día, llueve’. Así que cambié las cosas de bolso. Lo demás lo dejé tal cual, prescindiendo de paraguas: si finalmente llovía, en un cajón de la mesa de trabajo guardo un paraguas viejo que saca perfectamente de un apuro…

Sobre las cinco, volviendo ya a casa, empezó a llover. Desde el bus veía caer unas gotas grandes, como de tormenta, que se convirtieron en temporal con rachas de viento por minutos y por zonas. Desestimé el plan de quedarme haciendo fotos: al parecer las cosas iban a peor. Y mis zapatos no estaban para mojarse. Y yo, tampoco.

Al bajar del bus comprobé que las gotas de lluvia, además de enormes, eran muy, muy frías.

Y a las siete y media, cuando ya había hecho la compra en el híper, llenando la bolsa de tela auxiliar que suelo llevar en el bolso los días en que no planifico ir a hacer la compra, pero tampoco descarto comprar algo, y otra de plástico comprada en el propio híper, cuando ya esperaba en la estación la llegada del tren que me atraviesa el municipio y me deja en la otra estación, la que me queda a unos 15 minutos de casa… llegó el invierno. De pronto.

La estación es abierta. Cuatro vías, un espacio enorme, probablemente unos 200 mts de andén ligeramente en curva. Marquesinas para no mojarse ni pillar una insolación en verano. Los edificios más próximos son de baja altura (salvo uno de ocho que destaca como un faro). El espacio es completamente abierto, por tanto… Y nada impedía el viento helado, la lluvia que de pronto pasaba a ser muy fina, como agujitas de hielo.

Mi móvil decía que la temperatura donde estaba era de 4ºC. Pero la sensación térmica debía ser de alguno bajo cero.

No soy friolera. Llegué a casa (en la estación de destino cogí un bus, algo que hago raramente porque ni adelanto tiempo…ni realmente me deja en la puerta de casa. Pero cargada con las bolsas no me ví capaz de caminar los 15 minutos que incluyen cruzar la carretera que se convierte en avenida en el espacio urbano, esperar semáforos, atravesar entre edificios sin resguardo posible de lluvia y viento) con los dedos completamente congelados, las manos rojas e hinchadas, la nariz insensible. Al bajar del bus me até el pelo de cualquier modo con la goma que llevo para urgencias similares en la muñeca: simplemente necesitaba ver por dónde andaba…

Ni guardé la compra. Conseguí quitarme los anillos, con esfuerzo en uno de los casos, abrí el grifo de agua caliente, colgué en la percha que está sobre el radiador del baño una camiseta de dormir, me despojé de la ropa, me di una ducha de agua caliente. Tenía también los pies congelados.

Si no hago eso, probablemente me habría pasado toda la noche tiritando, a pesar de la calefacción, los calcetines, la manta…

En el telediario, ya tras guardar la compra, tomarme un caldo caliente y un bocadillo tras entrar en calor con lo anterior, enredar un poco en internet, rutinas diarias, vi que la ‘ola de frío’ era generalizada.
Para mí, fue más bien el primer y sorprendente día de invierno.

Ayer no salí de casa. Me dolía la garganta. Sentía arrastrar un cansancio atroz. Apenas hice nada en todo el día.

Sin embargo…
Sin embargo, por la tarde me entero de que él no está bien. De que lleva toda la semana enfermo.
Y
 hablamos un rato.

Y a mí se me olvida que me duele la garganta y me cuesta hablar bien, que me pesan las articulaciones, que no he hecho nada en todo el día y todo está manga por hombro y entresemana sigo sin tiempo ni luz natural para ponerme al día. Se me olvida que por obra y gracia de la alergia, me cuesta respirar.
Me vuelvo a olvidar de mi misma. Y necesito que él esté bien.
No puedo dejar de echarle de menos. Y necesito que esté bien aunque no le vea.

Esta semana, anuncian calor a partir del miércoles.
Sé que a ninguno de los dos nos gusta el calor.
Pero espero que para ese miércoles la posible conversación sea quejarnos de eso, porque ya esté bien y porque ya sea eso tan  trivial lo más importante.

Empanadillas congeladas.

Para mí raramente las he comprado.

Durante años, sí las teníamos en casa. Son socorridas, a mi padre le gustaban (siempre fue especialito para todo lo que no fuese ‘cocina tradicional’. Eso sí, a veces decidía probar algo de lo que durante años había renegado sin conocer a qué sabía…y terminaba casi adicto) y en los años en que yo ya no vivía con ellos, me consta que eran una de las alternativas para acompañar a otras cosas, cada dos o tres semanas.
Pero para mí raramente las he comprado.
Sí las clásicas, las grandes. Aunque también hace años.

Los últimos seis años las he comprado para él.

El tema tenía más de juego que de otra cosa. También porque sé que le gustan. Se juntaba eso con el claro rechazo a comer casi cualquier cosa que decidiera ponerle. Que le gustaban ya lo sabía de antes, así que desde el primer día fui a lo seguro…

Los días en que habíamos quedado en que vendría esa tarde-noche a mi casa, freía una bolsa entera a mediodía. Una bolsa trae una veintena larga. Siempre sobraron. Así que la tarde del siguiente día (si era sábado) o incluso como alternativa al sándwich de mediodía, el lunes si la noche que pasaba en mi casa era la del sábado al domingo, me las terminaba yo.

Y en los días en que lo que era seguro…se convertía en otro aplazamiento, allá un par de horas antes de la hora en que habíamos quedado, eran mi cena. Y las que sobraban…pues el mismo plan para dar salida a las sobra que antes he descrito.
Pero lo que es comprarlas para mí…, no. Desde hace seis años, no.

Tenía una bolsa en el congelador. No sé, supongo que la compré en enero. Creo que me acostumbré a tener siempre repuesto, a comprar otra bolsa la semana siguiente a gastar con él o para él la que tenía.

También solía comprobar que las tenía cuando me confirmaba un inminente encuentro, para el sábado de esa semana o de la siguiente. Procuraba confirmar que había cervezas suficientes, alguna cosa para picar (galletitas saladas, aceitunas y pepinillos en vinagre, queso…) y una bolsa de mini-empanadillas congeladas.

Era casi más una especie de juego cómplice que otra cosa. El ‘avísame, para que te fría las empanadillas’. Un par de veces, quizá más, quedamos un viernes por la tarde. Los dos procedentes del trabajo. O al menos yo (alguna vez sí quedamos viniendo él directamente de trabajar…, pero yo estaba de vacaciones o en el paro y no había problemas: tenía prevista la merienda-cena…o como se quisiera definir aquello que nos acompañaría mientras en el equipo de música o la radio-cd o hasta el portátil cantaba Bunbury o George Michael o David Bowie o…). En esas ocasiones, me escapaba a la cocina entre botellín y botellín y freía las empanadillas. Un par de veces lo hice desnuda: en el fondo, parte del juego. Otro día apagó la cocina y no me dejó freírlas: tenía otros intereses…
Al día siguiente, descongeladas, acabaron en la basura. Y yo las deseché sin el menor remordimiento: también tenía el recuerdo de otras sensaciones en determinadas zonas de mi cuerpo.

Esta noche he puesto a freír una docena para llevármelas mañana para la pausa de la comida. Se me ha acabado el pan integral con el que me preparo el sándwich habitual, y, aunque perfectamente podía haber comprado un paquete, he preferido dejarlo para el fin de semana (sólo gasto pan de sándwich de lunes a jueves, y sólo a mediodía: un paquete mediano me dura mínimo dos semanas).

Supongo que en algún momento pensé que tenía que ‘gastarlas’. Que ya no hay razones ni motivos que justifiquen su presencia, esperando, en el congelador.
También tengo que decidir qué hago con la cerveza. Yo no bebo. Y menos a solas.

Y creo que sobró ‘para la próxima vez’ la última noche que estuvo hace más de dos meses y medio.
Y ya sé que no vendrá a ayudarme a gastarla.

No más noches de botellines y empanadillas pequeñas, que más que cenar, solía desayunar.

Lo ha decidido él. Y sé que no puedo hacer nada para cambiar las cosas.