Cuatro de mayo. Se relaja el Estado de Alarma.

Mes y medio de confinamiento.
Casi un mes sin trabajar.
Y sin perspectivas de que lo segundo cambie en breve. Porque lo primero sí va relajándose, paulatinamente.
Esta primera y nueva perspectiva me anima.
La segunda aumenta mi desánimo anterior.

Me apetece salir a la calle y ya sé que, más o menos y rigiéndome por las normas impuestas, puedo hacerlo. Puedo salir a la compra y hasta es posible que ya haya algún escaparate para poder pararme a mirarlo. También puedo salir a dar un paseo antes de las diez de la mañana o a partir de las ocho de la tarde, aunque como duermo tan mal y tan a trompicones, raramente estoy levantada antes de las diez. Y a las ocho de la tarde estoy en la terraza, más viendo aplaudir que haciéndolo (a estas alturas de la crisis) y luego suelo llamar a mi madre por teléfono. O sea, que no salgo en el horario en que podría hacerlo sin problemas y dentro de la normativa. 

Se va relajando el Estado de Alarma.

Estas semanas atrás, más o menos, había conseguido hacerme a la idea de quedarme en casa y sin trabajar. Ahora, cuando ya se van relajando las condiciones de alarma y ya se habla de empresas que reanudan su actividad, sé que me apetece mucho retornar a la rutina laboral. Además, aunque puedo permitirme un par de meses de drástica reducción de ingresos (cobraré unos trescientos, cuatrocientos euros menos que lo que tengo de gastos fijos al mes y tendré que tirar de ahorro personal. Otra vez. Así es imposible que consiga tener algún día un mínimo ahorro) necesito tener un sueldo normal. Necesito trabajar tanto para normalizar mi estado mental como para mantenerme en el sentido más materialista del mundo. 

Me planteo, mientras llega ese momento y mi empresa (porque me mantiene en plantilla, aunque sea el Estado quien me pague ese 70% de un sueldo de supervivencia con el que tengo que apañarme) reanude sus actividades, planificar una lista de tareas en mi agenda. E irlas cumpliendo. Hoy he lavado las fundas del sofá: las previsiones meteorológicas indicaban que se secarían en el transcurso del día. El calor ha hecho que se secasen a las tres horas de tendidas…

También me he hecho la pedicura. Llevaba…¿dos meses, algo más? sin hacérmela. Total, para qué… No me he pintado las uñas, solo me las he arreglado. Las uñas y la piel de los pies. En un par de días anotaré en la agenda ‘arreglarme y pintar las uñas de los pies’ y ya tendré tarea.
Estupideces así.
Sigo sin estar bien.

Se relaja el Estado de Alarma. Veo niños en la calle. Veo como los ciclistas llegan el carril-bici bajo mi casa. Me alegra volver a ver gente dando a la calle un aspecto casi normal. El casi lo ponen las mascarillas que lleva todo el mundo.
Se relaja el Estado de Alarma y yo sigo muy desanimada.
Y hoy ha sido cuatro de mayo.

Terminando septiembre.

Terminando un septiembre extraño y casi vacío.
No hago nada de provecho. Más bien debería decir que ‘sigo sin hacer nada de provecho’, porque no sé bien desde cuando tengo esa sensación. 

Riego las plantas, recojo los platos a veces con más celeridad, a veces hasta casi quedarme sin cucharillas para el yogurt. Empiezo a acumular (de nuevo) papeles encima de las mesas, bolígrafos nuevos de colores diversos, la agenda abierta por la semana correspondiente donde anoto alguna obviedad, hago algún dibujito, imprimo iconos con sellos de goma y tampones casi secos de colores. 

Empecé a recopilar en una carpeta virtual fotos para imprimir. Fotos que resumieran los más de 4 años de mi última aventura laboral, fotos de momentos más o menos felices. Hice algo similar hace…ocho años ya (he tenido que pararme a pensarlo y me ha dado, casi, vértigo) cuando terminó mi experiencia en la ‘empresita naranja’: imprimir fotos de todo aquello, recopilarlas en un álbum, dar por cerrada aquella fase de mi vida para siempre. El bajón anímico cuando acabé aquella recopilación fue tan considerable como inesperado. Creo que no he vuelto a mirar aquel álbum…que si me paro a pensarlo, ni siquiera sé para qué hice…

Pensaba…, pienso hacer algo similar con mi última empresa. Quizá de forma más selectiva: sólo fotos en que yo aparezca. Más que nada porque tendré unas 500…o quizá más, fotos, y yo aparezco en pocas porque al ser yo quien las hago…pues eso.
Empecé a recopilarlas y lo dejé en la primera mañana, hace casi un mes. Encima, la última actualización de windows me ha ‘escondido’ las carpetas de imágenes (menudo susto me llevé. Tuve que tirar de ingenio para encontrarlas…porque no estaban en ningún sitio) y casi parece que hubieran decidido por mí que dejase esa tontería, esa idea de ‘cerrar etapa’ recopilando, imprimiendo, pegando y guardando…
Tareas a medias.
Me ha dado por hacer pulseras con cuentas de minerales, otra vez. Vamos a ver: no es algo a lo que me dedique a tiempo parcial, simplemente lo hago de vez en cuando. La mayoría de mis collares son comprados (minerales, piedras semipreciosas o directamente preciosas, plata) pero algunos los he hecho y/o customizado yo. Y muchas pulseras sí son de propia autoría.

Me gusta el cristal de murano, esas cosas donde hay metidas dentro del cristal flores también de vidrio en colores diversos. Nunca he querido investigar cómo lo hacen, me gusta ese aspecto casi mágico.
También me gustan los ‘ojos turcos’: esas cuentas de cristal con un ojo (o dos, o tres) en cada una de ellas.
Esta mañana he hecho dos pulseras (una para mí, otra para mi madre) de cuarzo amarillo con una cuenta central de ojo turco azul. Fueron dos descartes, las cuentas de ojo turco, de otra pulsera: los ojos en vez de perfectamente redondos son rasgados, con una mirada algo aviesa. En las pulseras amarillas quedan bien.
Primero he hecho las pulseras (y hasta he tenido que recopilar bolitas amarillas por la alfombra, el suelo, el sofá, la mesa…porque en un momento dado han salido disparadas del hilo donde originariamente estaban. Supongo que en los próximos días seguiré encontrando alguna. Menos mal que el amarillo es muy vivo y se ven perfectamente). Luego me he preparado el desayuno. Al final, siempre desayuno a las tantas.

Sigo durmiendo mal. Me quedo dormida en el sofá a más de las doce, me despierto sobre las dos, tres de la mañana, me traslado a la cama. Me despierto muchas veces. Termino levantándome algo antes de las diez.
Creo que mi cuerpo se está preparando, instintivamente, para regresar a las rutinas laborales.
De esta semana no puede pasar volver a las entrevistas de trabajo. El lunes enviaré media docena de respuestas a su respectiva media docena de ofertas laborales. Y ya veremos qué pasa.

No encuentro lo que realmente me gustaría encontrar.
Me gustaba mi último trabajo en lo que en esencia era. Se me daba muy bien y estaba un poquito mejor pagado de lo que es el sector del telemárketing (imagino que porque no era eso. Y, objetivamente, estaba mal pagado para lo que era el trabajo en realidad). Lástima que todo lo demás fuese tan desastroso, que derivase en lo que finalmente derivó. Lástima de empresas mal organizadas, de incompetentes dirigiendo proyectos. Lástima de lo que podría haber sido mi trabajo definitivo.

Vagueo sin hacer nada concreto. Me voy a Madrid a dar una vuelta y termino comprando cosas que, si me paro a pensarlo, no me hacen falta. Llevo todo el verano planificando ordenar de una vez mi armario ropero: hasta compré un par de cajas grandes para colocar lo que no me cabe en los cajones. Y…ahí sigue el caos. Y probablemente vaya a más y a peor, porque tengo alguna prenda más…

Llevo las uñas de las manos pintadas en un verde grisáceo. Las de los pies, en un magenta casi fucsia, casi morado.
También tengo pendiente ordenar la vitrina del comedor, donde entre otras cosas guardo docenas de frasquitos de esmalte de uñas, alguno seguramente casi seco. Alguno con más de diez, doce años…pero en buen estado. Misterios.
También sigue sin ordenar. Tampoco he sacado tiempo en estos tres meses y pico de ocio.
Evidentemente, lo de la falta de tiempo era excusa. Sólo es necesario tener tiempo para descubrirlo.

Y…, le echo de menos. Muchísimo.
Casi tres semanas sin hablar con él.
Está enfermo y eso, además, me preocupa mucho. Me preocupan sus frecuentes recaídas, no me conforma saber que las cosas crónicas son lo que conllevan. 

Le echo mucho de menos. Y ya ni siquiera soy capaz de fantasear planificando el ir a verle, a encontrarme con él…, a verle siquiera de lejos al salir del trabajo. Ya no me queda ni eso.

Se termina septiembre. Dos días y medio más y ya está.
Mi septiembre de 2019, casi vacío.

Último domingo de marzo.

Acabo de guardar definitivamente el cenicero que usaba cuando venía a pasar la noche conmigo.
Supongo que terminará siendo, como otros, base para la maceta de alguna planta. Probablemente de algún cáctus.

Él era la única persona que fumaba en mi casa. No porque yo tenga, para nada, prohibido fumar (que no soy nada talibán para estas cosas, considero que todos somos mayorcitos y estamos perfectamente informados de qué consecuencias tienen según qué cosas) sino porque a mi casa no viene ningún otro fumador. Simplemente.

De momento, ya digo, lo he guardado. Cuando pase a tener otro uso, no creo que merezca ningún tipo de reseña.

Esta semana tengo que decidir qué destino les doy a las cervezas que guardo en el estante inferior del frigorífico. Yo no bebo habitualmente. Y nunca lo hago si estoy sola. Y además falta mucho para el verano, que podría ser una buena excusa para consumirlas. No sé cuantas puedo tener… ¿una docena? Y quizá tenga alguna más en el medioalmacén que es parte del suelo de la cocina (sí sé que hay tres o cuatro latas, perfectamente visibles). Estaba casi segura de que habían ‘sobrado’ en diciembre, la última vez que estuvo conmigo. Pero no: recordé que las compré en enero. Porque en enero sí planificamos vernos, en principio casi me aseguró que la primera semana, luego quizá la segunda o la tercera… En esos días en que aún parecía que teníamos algún tipo de relación sentimental (o algo), en que condicionaba el quedar conmigo a los horarios familiares: ‘hasta tal fecha no será posible…’. Creo que entonces, a mediados de enero, las compré. Y estoy segura de que a mediados de semana, porque el ‘plan’ era quedar un viernes: yo los viernes salgo de trabajar a las cuatro; él, quizá ese viernes a las seis, aunque habitualmente salga a las siete. No es la primera vez que ‘hago tiempo’ para esperarle. Sí recuerdo hasta haber proyectado (con él al otro lado de la línea) que me entretendría haciendo fotos. Sí recuerdo también que llegó a decirme que podía venir directamente a mi casa, que igual alguien le acercaba hasta Leganés o Getafe…
Sí he recordado todos esos detalles.

Sé que no va a volver a repetirse nada de eso. Me lo ha dejado perfectamente claro.

Aunque hace…¿dos, tres semanas? una conversación pudiese darme a entender otra cosa. O igual simplemente yo quise entenderla. Yo, que soy tan imbécil para según qué, que sigo queriendo creerme que aún es posible, que aún hay algo.

Que no soy capaz de entender qué ha pasado. Que no soy capaz de recordar qué he hecho mal, qué hice, para que todo haya terminado así, para que haya desembocado en este final definitivo.

Han cambiado la hora. Esta semana ya llegaré con luz de día a casa, entorno a las ocho de la tarde.
Aprovecharé un día de éstos para guardar, juntas, sus fotos. Meterlas en un sobre. Evitar volver a encontrarlas cuando busco algo en el mueble donde amontono fotos entre otras cosas: copas, sobres, incienso, velas, esmaltes de uñas, útiles de costura… No son muchas.

La última fue el pasado mes de junio. Estaba guapo. Ésa no la imprimí.
Tampoco habrá más. También me dejó claro que no le gustaba que le hiciese fotos.

Último domingo de marzo. Invierno.
Mi cabeza es lógica y sabe que debe guardar cosas, eliminar quizás otras.
Mi corazón no entiende nada.

Esta noche es Nochebuena y mañana…

Tengo en ‘deberes’ el intentar escribir más a menudo. Al menos, intentar hacerlo estos días en que estoy de vacaciones.

Este año se me ha pasado volando. Bueno, no: se me ha hecho eterno durante horas en que el reloj parecía no avanzar. En lunes donde el viernes era un puerto lejano que ni se atisbaba al mirar hacia el horizonte del fin de semana. En comienzos de mes que encerraban la contradicción de preguntarse cómo se había terminado tan pronto el mes anterior e intentar calcular en fines de semana el tiempo…
Pero parece ayer cuando dejé en el dormitorio-trastero la caja con los regalos del día de Reyes, que hace apenas una semana cuando salí un domingo a buscar el ramo de olivo y romero de, eso, el Domingo de Ramos que da inicio a la Semana Santa. Que llegaron y pasaron los festivos madrileños de mayo, que llegó la ‘jornada reducida’ que tengo en verano y, enseguida, las vacaciones. Y en la tele los anuncios de ‘vuelta al cole’. Y me resulta increíble que casi hayan pasado dos meses del día de mis dulces favoritos (los huesos de santo y los buñuelos) comprados justo antes del cambio de hora que nos trae la noche cuando el reloj dice que son poco más de las seis y yo acabo de salir del trabajo…

Y de nuevo, Navidad.

Ayer empezaron mis vacaciones. Bueno, en realidad empiezan el martes, porque ayer fue viernes y trabajé y el lunes es festivo local. Me ‘guardé’ ocho días de vacaciones y, como en mi empresa los días se pueden coger ‘sueltos’ (tenemos entre 23 y 24 días hábiles de vacaciones al año), en verano cogí los 15 obligatorios en esas fecha, fraccioné uno por cuestiones personales y los ocho restantes…me dan de sí para tener festivo todo el periodo navideño.
Necesito descansar. Dormir. Pero sé que se me pasarán las vacaciones y no habré hecho ninguna de las dos cosas.
Por lo pronto, esta mañana a las ocho estaba completamente despierta y despejada. Y preguntándome porqué, cuando mi cuerpo lo que quería era seguir durmiendo.

Me temo que el próximo año será complicado. Más que éste que se va y que, pese a la mala fama que arrastran los bisiestos, no me ha sido tan  malo.
O igual sí. Pero también es posible que me esté acostumbrando a que las cosas no salgan bien.

Un día de éstos haré inventario. Pero hoy no.

Me hubiese gustado hablar con él, un ratito, anteayer, ayer… Pero tampoco pudo ser. Me consuelo recordándome que el sábado pasado pasé un par de horas a su lado.

Veinticuatro de diciembre. Esta noche es Nochebuena y mañana, Navidad.
Siguen sin gustarme estas fechas.

Ya no lloro.
O ya casi no lloro.

Supongo que también por puro cansancio, por pura falta de tiempo. Y también porque el cuerpo y la mente se van acostumbrando a las cosas. Porque nos adaptamos a todo.

Un día me di cuenta de lo que sentía por él. Y creo que me rebelé contra ello, me rebelé contra mí misma. O igual no me rebelé. Un día me di cuenta de que me gustaba, además de quererle. O lo mismo fue al revés y fue antes de querer admitirlo. No sé. Sí sé que de eso hace ya seis años.

Y desde ese día he tenido que acostumbrarme a todo, acostumbrarme y desacostumbrarme. Descubrirme haciendo castillitos en el aire, casi inconscientemente, y tener que destruirlos de la forma más consciente y tener que mentalizarme para no volver a hacerlos.

El cuerpo se hace a todo. Se adapta. Y la mente también se acostumbra a todo, termina por acostumbrarse a lo que en principio le pilla por sorpresa o contra lo que ha decidido rebelarse.

Y yo he terminado por irme acostumbrando a todo. A verle cada vez menos. A hablar apenas unos minutos a la semana, porque cada vez hablamos menos. También.

 

Hubo un tiempo en que pasé con él hasta ocho horas al día. Cinco días a la semana. Algo que sé que pasó…pero que a estas alturas me parece poco menos que increíble.

Hubo un tiempo en que quedábamos los viernes por la tarde, cuando yo salía de trabajar, y pasábamos hasta tres o más horas juntos ante un par de cafés, mientras hablábamos de todo y de nada. Y a veces me decía tonterías, porque yo no me las quería tomar en serio. Y hacíamos planes…aunque yo tampoco quería tomármelos en serio.

Y hablábamos también por teléfono. Un día aplazó uno de aquellos encuentros para tomar café y, a cambio, me dio su teléfono de casa. Y aquello fue el comienzo de largas conversaciones telefónicas.

Y una tarde en que cogí a cuenta de mis vacaciones un día que oficialmente era una ‘huelga general’ pasamos más de tres horas al teléfono. Y aquella tarde acepté que igual algunas cosas sí iban en serio y sí podían pasar. Y los planes más o menos en broma de traerle a dormir conmigo o de decírmelo él se hicieron más firmes. Y las conversaciones telefónicas también empezaron a tener mucho sexo. Sexo dialéctico, planes para hacerme y hacerle.

Y el primer viernes de enero fui a esperarle a Atocha y se vino conmigo. Y descubrí que, a veces, algunos sueños que ni siquiera nos atrevemos de verdad a tener, por puro fantasiosos, se cumplen. Nunca ha dejado de parecerme un milagro abrir los ojos y verle a mi lado.

Y siguieron los encuentros algunos viernes por la tarde para tomar café. Y algunos días, a veces hasta una al mes…aunque no llegasen a la docena al año nunca, se venía a dormir conmigo.

Y había muchas horas de teléfono. Conversaciones de más de dos horas, de tres muchas veces. Y como tenía que llamarle a más de las once….por mis horarios y sobre todo porque él lo prefería así también los fines de semana, el reloj de mi dormitorio proyectaba en el techo los cuatro ceros digitales en color rojo. Y la una. Y las dos…

Y había planes. Y quedábamos para volver a dormir juntos y luego no le era posible, y empecé a usa el término ‘aplazamiento sucesivo’. O…o quizá ése lo empecé a usar mucho antes, también en aquellos planes de los cafés de los viernes por la tarde.

Algunos días me llamó horas antes del momento en que habíamos quedado, para cancelarlo. Y a la conversación a veces larga de esa explicación le seguía otra igual de larga, o más, esa misma noche.

Nunca hubo lo que se puede considerar ‘sexo telefónico’ porque ya me dijo que no le interesaba. Sí mucho ‘sexo dialéctico’. Creo que también el término fue mío.

Y un día se terminaron los cafés de los viernes. Hubo alguno muy, muy esporádico, en otros sitios…, pero fueron eso: muy esporádicos. Y también de eso hace mucho tiempo ya.

Hubo temporadas en que llegué a estar semanas sin verle.  Y le ‘amenazaba’ con irle a esperar a la salida del trabajo y, siquiera eso, acompañarle un tramo en el metro. Para verle, aunque fuese así.

Hace tres años empecé a hacerlo. Cada dos semanas como mínimo. Le esperaba en la estación del metro más cercana a su trabajo y hacía a su lado parte del trayecto. Sin tocarle por mucho que me apeteciera hacerlo. Sin más contacto que dos castos besos de saludo y de despedida. Sin abrazarle porque sé que no le gusta.

Me bastaba con eso.

Al final llegué a acompañarle todo el trayecto y hasta a esperar que cogiera el último autobús de su recorrido diario.

Va a hacer un año que también eso se terminó. Resulta difícil de creer, pero desde diciembre del año pasado no he tenido ni una sola ocasión de volver a hacerlo. En diciembre hará un año que empezaron a irle a recoger al trabajo como algo excepcional…y que se convirtió en costumbre.

Me alegró y me alegra por él, que no tiene que atravesar Madrid en metro, con lo poco que le gusta y lo mucho que tarda.

Pero dejé de verle una vez por semana, alguna semanas no, otras hasta dos veces.

En casi un año no he tenido ni una sola ocasión. Sé que resulta increíble, pero no me he cuestionado nunca si era cierto lo que me contaba o si, simplemente, había encontrado por fin un modo de conseguir que no fuese a esperarle.

Siempre he sido consciente de que no le gusta que nos vean juntos. Había muchas posibilidades de que nos viesen personas que trabajan con él. Incluso alguna que me pueda conocer a mí.

Le entiendo. Aunque no me tenga apenas tiempo para hacerlo y no me guste mirarme, tengo espejos en casa.

Tampoco he querido cuestionarme quién era o es quien le recoge. Oficialmente es su familia. Me sirve como explicación, sobre todo porque no tiene que explicarme nada.

En el último año le he visto cinco veces. Las mismas cinco que ha amanecido durmiendo a mi lado.

Hace mucho que terminaron las largas conversaciones telefónicas. Sigo llamándole. Luego le digo que ‘tiene a una señora viviendo dentro de su teléfono que me conmina  a dejarle un mensaje y a la que desobedezco’. No voy a dejarle un mensaje en el contestador porque no va a escucharlo.

Hablo con él una vez por semana. A veces ni llega a media hora. Hace mucho que desapareció el sexo en nuestras conversaciones. Alguna vez lo he intentado…pero no se da por aludido. Y me siento inmensamente imbécil, estúpida por olvidar que no tiene el menor interés en mí.

Sí le mando un sms casi todas las noches. Es mi forma de enviarle un beso de buenasnoches. Alguna vez hasta le recuerdo que le quiero…, aunque sepa que no le gusta que se lo diga. Antes sí se lo decía cuando le tenía desnudo a mi lado. alguna vez se lo dije mientras dormía…

Hubo un tiempo en que le tuve a mi lado treinta y nueve horas a la semana. Ahora hay semanas en que hablamos quince minutos y me responde a mis sms nocturnos.

Ese es todo el contacto.

Nunca hemos pasado más de una noche juntos, y en mi casa. Sólo una vez aceptó venir a comer. A veces cuando preparo algo que me sale especialmente bien, pienso en que me hubiese gustado tener la oportunidad de cocinar para él. Sé que jamás iremos juntos de vacaciones, ni siquiera una escapada de un día a cualquier sitio. Nunca iremos juntos al cine, ni quedaremos para comer o cenar en cualquier sitio, por cutre que sea éste. Simplemente porque el término ‘juntos’ no existe entre nosotros.

También sé que se lo propuse y que, por tanto, lo intenté. Pero a estas alturas de la historia ya lo tengo asumido. Eso y todo lo demás.

Sé que si me paro a pensarlo sabré que llevo cerca de seis años quizá enamorada de un perfecto extraño.

El cuerpo se termina haciendo a cualquier cosa, a cualquier cambio. Hay una teoría que dice que bastan veintiún días para cambiar o adoptar un hábito, el que sea. La mente tiene capacidad para aceptar y adaptarse cualquier cosa, por complicado que en un primer momento le pueda parecer, por inaceptable.

Y yo he ido aceptando todo esto, me he ido adaptando. Me hubiese gustado pasar el resto de mi vida a su lado, que fuese lo último que viera antes de dormirme y lo primero al despertar, me hubiese gustado hacer planes con él, me hubiese gustado poder cuidarle.

Sin embargo, me conformo con recibir su sms de respuesta las noches en que le escribo y saber que alguien le cuida y que está pendiente de él cuando está enfermo. Sé que no voy a tener nada más que esto y soy consciente de que cualquier día también dejaré de tener lo poco que me queda.

Dicen que los seres humanos nos adaptamos a todo y sé que es verdad.

Pero no soy capaz de dejar de echarle de menos. Ni de evitar terminar llorando cuando me doy cuenta de que ya no tengo nada de lo poco que llegué a tener. Y que ya no tendré nunca.

Cancelación (que quiero llamar aplazamiento).

Hoy, el ‘plan-proyecto-llámalo como quieras’ era otro.
Y la verdad es que me lo había creído plenamente (supongo que el hecho de que haga mucho tiempo que dejaron de existir los ‘aplazamientos repentinos/aplazamientos sucesivos’ ha tenido que contribuir a eso, a que me crea este tipo de planes…por casi raros). Y me hacía mucha ilusión. Y hasta creo que en algún sitio estaban agazapadas esas mariposas en el estómago que me consta que existieron en su día, que revoloteaban cuando le iba a ver…

No sé. Bueno, sí sé. Sé que es por ‘causa de fuerza mayor’ (uno de esos términos que me devuelven a un pasado de contratos y documentos legales, a mi pasado). Curiosamente, jamás he dudado de este tipo de cancelaciones/aplazamientos, jamás se me ha pasado por la cabeza pensar que pueda jugar con su salud, a ‘inventar’ enfermedades. Nunca.
Supongo que porque es algo que no le podría perdonar, si un día descubriera que ha sido así.

Hoy los planes vespertino-nocturnos eran otros.
En fin.
Pasan a ser que vuelvo a preocuparme por cómo esté él.

Y quiero pensar que esto no es sino uno de aquellos ‘aplazamientos sucesivos’ de un tiempo en que hasta esas decepciones tenían la capacidad de generarme una nueva ilusión.

Día de la Madre.

La verdad es que nunca me cuestioné lo de ‘ser madre’.
Esto es: nunca le di vueltas, no me obsesioné, no hice planes al respecto.

Supongo que siempre supuse que tendría hijos. Igual porque ‘eso era lo normal’…por muy poco ‘normal’ que fuese yo y fuese mi realidad. Llegaría un momento en que tendría hijos, y sería en plural. Porque todas las mujeres de mi familia los habían tenido, tarde o temprano.
Pero nunca hice planes al respecto: ni cuando, ni cómo, ni a qué edad. Era…, era como lo de terminar comprándome una casa, por ejemplo, o terminar viviendo en el centro. Esas cosas que imaginas que terminarán pasando, hagas o no porque pasen. Porque es lo lógico, el final normal de las cosas….

No he tenido hijos. Y ya sé que nunca los tendré.

Sí…, imagino que aún me es físicamente posible…, pero también sé que bastante improbable. Que hay algo que se llama ‘reloj biológico’ que va marcando horas y que no se puede retroceder. Y que detalles como mi evidente deterioro físico, veloz, muy veloz los últimos dos años, no es sino una forma de recordármelo…
Siempre se me dieron bien los niños. Es algo que va más allá de ‘gustarme’ o no. Se me daban, e imagino que se me seguirán dando, muy bien. Entiendo su mundo. Entiendo que no les guste que les traten como si fuesen imbéciles…pero que aprovechen que se les trate así en su propio y egoísta beneficio (si alguien hace algo porque piensa que yo no sé hacerlo…, pues mejor. Así no me obligan a hacerlo yo). Durante años en mi ambiente natural de trabajo había niños: los hijos y hasta los nietos de mis compañeros de trabajo…y era habitual dejarlos a mi cargo. Alguna vez he comentado que llegué a tener una ‘hijastra legionaria’: cuando la conocí tenía 9 años, mantuve una larga y extraña y a ratos muy dolorosa relación con su padre, ella ingresó en la Legión nada más cumplir los 18… La pasada semana cumplió 34 años y hace doce que no sé nada de su padre…
Pero eso es otro tema.
Quien me ha visto tratar con críos ha terminado diciendo que sería una madre estupenda. Sí, imagino que sí. Los niños y los animales sacan de mí una parte tierna que de otro modo está ahí escondida, en algún sitio…
No he tenido hijos. No se han dado las circunstancias propicias para ello.
Tampoco me he obsesionado nunca con el tema. No he hecho planes al respecto, no he ‘buscado al padre ideal’, no me he planteado ahorrar para poderme permitir tenerlo yo sola, confiar en eso de que ‘los niños vienen con un pan bajo el brazo’.
No he encontrado el momento, supongo.
No he tenido una vida ‘normal’.

El padre…. Sólo he conocido dos hombres con quien sí hubiese tenido un hijo, que sí habría elegido como padre de esos hijos.
En ninguno de los dos casos ni siquiera fue posible plantearse que eso fuese posible.

En el primero…, él era estupendo. También como padre: conocí a sus hijos. Le quise muchísimo…pero era un amor y una relación imposibles. Sólo en una ocasión los dos ‘caímos en la tentación’…y, sí, eso significa que nos dejamos llevar por la atracción mutua que sentíamos desde años antes, cuando nos conocimos y yo era una cría y él un serio padre de familia y además mi jefe. Sólo pasó una vez. En esos años yo mantenía otra relación y él…, él seguía siendo un ‘serio padre de familia’. No quise que volviera a pasar. Ya no era el momento.
Pero sé que habría sido un padre ideal. Esas cosas que se saben, que es instintivo. Como lo era nuestra atracción imposible.

En el segundo…, qué más da. Yo sí he mantenido con él una relación. Él conmigo no. Eso podría resumirlo todo sin necesidad de más explicaciones.  

Nunca pude plantearme siquiera que nuestra relación física desembocase en otra cosa. No: cuando estábamos juntos yo jamás me planteé poderme quedar embarazada: nunca existió el menor riesgo. Entre otras cosas porque él más de una vez me explicó para qué le gustaba yo (o para qué le interesaba, o para qué le servía…, ya ni siquiera sé cómo describirlo) y, en fin…, era incompatible con cualquier otra intención que yo pudiese haber tenido. Que nunca las tuve, por otra parte.
Para mí, las reglas del juego estaban muy claras. Nunca tocamos el tema, supongo que porque él nunca pensó en que hubiese un ‘tema’ que tocar en ese sentido.

Pero sé y sabré siempre que es el segundo hombre con quien yo sí habría tenido hijos. Y no sólo por lo mucho que le he querido (y le sigo queriendo, aunque ya sepa que no hay nada más, que no hay futuro) sino porque hay algo que se llama ‘química’ y que en este caso tengo perfectamente claro que es lo que hizo que al final hubiese ‘algo’ entre nosotros. Una química que habría podido fabricar niños blanquitos, inteligentes y parlanchines.

Habría sido el padre ideal de los hijos que nunca tendré. Aunque no lo haya sido de los hijos que seguramente tenga en algún sitio…, una de esas cosas que nunca sabré a ciencia cierta, que nunca conoceré de su vida.

Da igual.

Aunque yo no tenga planes ni ganas de hacerlos, imagino que en el tercio de vida que me espera (por edad y con respecto a los años que tengo, lo que me queda por delante viene a ser eso: más o menos el tercer tercio) tendré que vivir cosas que no conozco. Quizá algunas que ni imagino que existan.
Y la maternidad, hoy lo sé, nunca será una de ellas.

Domingo tres de abril. Y nada más.

Necesito cosas que me ilusionen.
No, no necesito libros de autoayuda (ésos, que sigan ayudando a sus autores, que no sé si alguien más habrá pillado qué quiere decir su denominación), ni tarjetitas con gatitos sobre puestas de sol y purpurinas varias con frases bonitas, de ésas del Facebook. Necesito exactamente lo que indico en la primera frase: cosas que me ilusionen.

La teoría ya me la sé también yo. Tengo salud (bueno, imagino que la tengo. Al menos no estoy peor que otros. Algunos días no me levanto doliéndome todo el cuerpo como si me hubiese pasado una apisonadora por encima…, pero ya sé que esas cosas las conlleva la edad), tengo un trabajo con buen horario (que sería ideal si no tuviese que añadir más de tres horas diarias de trayecto para ir y volver, con el consiguiente madrugón), tengo un sueldo que ahora mismo está un poquito por encima del que considero ‘de supervivencia’: no me da para grandes alegrías, pero al menos no me es imprescindible que el pan de molde que empleo en el sandwinch del mediodía sea de ‘marca blanca’ porque esos cuatro euros menos al mes me ayudan a llegar eso, a fin de ídem (cuando llegué a esas alturas de ahorro, hacía tiempo que había prescindido de cremas de cuidado facial ‘de marca prestigiosa’, que había desterrado de mi vestuario habitual los pantys y sus consiguientes carreras que los volvían inservibles a la segunda puesta, y muchas otras cosas) y no tengo grandes sobresaltos…aunque quizá por eso me sobresaltan muchas cosas…
Sí: la teoría me la sé, perfectamente. Pero eso no evita que me sienta sin la menor ilusión.
Intento sustituir y completar esa carencia deseando comprarme un bolso…y comprándomelo. Deseando comprarme una cazadora que vi en un escaparate y no recordar en qué cadena de tiendas e ir a buscarla y descubrir dónde y que ya no quedan (y que posiblemente nunca las hubo de mi talla). Cosas así, sin demasiada importancia.

No sé. Quisiera pensar que es una racha. Que cualquier día de éstos encontraré y me encontraré con alguien con quien me apetezca estar y a quien le apetezca estar conmigo…pero me puede el realismo y éste me dice que no va a ser así. Además, no quiero buscar a nadie. Y probablemente tampoco quiero encontrarlo.

Hace mucho que demolí mis castillitos de humo, que soplé hasta que no quedó nada, que quemé el terreno donde estaba construyéndolos para que no creciera nada más o para que lo que creciera fuese más fuerte que cualquier deseo o cualquier intención. Hace mucho de todo aquello…

Pero quizá siempre quedó algo. Y hoy, que tengo tan y tan claro que ya no hay nada, que nunca lo hubo y por eso no puede quedar nada…esa falta de perspectivas, de esperar otro amanecer a su lado y querer creerme que igual algún día habría ‘algo más’, un ‘quedar por quedar’, un ‘hacer cualquier tipo de plan’, un…qué se yo…, esa falta de ilusión por él y con él, me hace sentir inevitable e inmensamente vacía.

Vacaciones de septiembre.

Vacaciones. Últimos días de vacaciones antes de que me termine el contrato.
Me hubiese gustado tener otros planes. Tener algún tipo de plan, pero no lo tengo. Nada más allá de dedicarme a limpiar, ordenar, poner lavadoras, hacer algún trámite administrativo de ésos que realmente hago todos los meses, pero esta semana sin agobios de horario justo para hacer las cosas.

Tenía algún plan pequeño: ir a Toledo a hacer fotos, por ejemplo, pero no creo que lo haga. Días de incomodidad física femenina. Tras dedicar un par de jornadas a limpiar ‘a lo bestia’ (aprovechando también que cuando estoy ‘en esos días’ me apetece limpiar. Lo veo todo más sucio: qué caprichosas son las hormonas), probablemente al tercero caiga rendida y no tenga ganas de hacer absolutamente nada. Pero nada de nada.
Esta mañana me he despertado a la misma hora de siempre y a poco más de las nueve estaba ya levantada. Anoche me quedé dormida viendo la tele, pero más cerca de la una y pico que de la razonable medianoche. Creo recordar que eran las tres cuando me trasladé a la cama, y que caía una extraordinaria tormenta, de la que sólo conocí el ruido. Por un momento pensé en que seria conveniente cerrar la ventana…pero para ello tendría que subir al máximo el estor de cañas, hacer maniobras con la cortina para conseguir que pasase por encima de la hoja de ventana abatible que lleva todo el verano abierta… No, demasiado esfuerzo a esas horas. Me quedé dormida escuchando las gotas de lluvia estrellándose contra el suelo del dormitorio, a poco más de un metro de mí.
La primera tormenta nocturna del verano, creo. Otra tormenta nocturna más sola.

Y…, y me hubiese gustado poder haber hecho otros planes. Pero ya no pienso en ello. Hace meses que decidí que no podía pensar en eso, en cosas que no podrían ser nunca.

Mediados de septiembre. Última semana de vacaciones.

Cinco de septiembre.

Esta mañana me he levantado a las once y media. Queda dicho.

Vale: que me he despertado  a la misma hora de siempre (entre las siete y las siete y media), que he escuchado ‘despertarse’ al móvil (a las ocho en punto: lo tengo programado), que me he vuelto a dormir y a despertar a poco más de las nueve (y he estado a punto de saltar de la cama al creer que me había quedado dormida), que… Que antes de todo eso me levanté a poco más de las tres de la mañana a tomarme un paracetamol: llevo días con ratos de insoportable dolor de cabeza y de oído izquierdo, quizá una muela rebelde, no sé…
Pero finalmente me he levantado a las once y media. Y me hubiese quedado aún en la cama, simplemente tumbada, sin hacer el menor esfuerzo.

Tengo ‘turno de tarde’. Me lo dijeron ayer (y porque pregunté) a las tres y pico, antes de irme. Como he dicho alguna que otra vez: no voy a discutirles lo de trabajar los viernes por la tarde, no voy a recordarles que si elegí el horario desquiciado que tengo era para librar los jueves y los viernes por la tarde: un día para hacer la compra semanal en el hiper que me apetezca y sin prisas, otro para escaparme a Madrid a que me dé el aire y, casi como algo habitual, intentar verle un rato. No me voy a molestar en discutírselo porque lo van a negar, van a negar que ése horario fuese así para siempre… y ya me da igual. Total, esto como mucho va a durar hasta la fecha pactada en noviembre y tampoco me disgusta la idea de no tener que madrugar al menos un día entre semana. Y tampoco se me han ‘hecho largos’ los días en que he tenido ese turno. Claro que esos anteriores viernes fueron en verano, salía con algo de luz natural, éramos dos o tres y no estaba controlándonos la psicópata que dirige este departamento.
Ya veremos hoy.

Sigo arrastrando un cansancio preocupante. Una sequedad de piel alarmante (que sé es consecuencia de beber tan poca, pero tan poquísima, agua), unas ojeras y una desgana generalizadas… Bueno, desgana con arrebatos de hiperactividad frustrada. Porque a ratos tengo muchísimas ganas de hacer cosas, pero son ratos en que mi realidad es tener que pasar horas sentada sin poder apartar la vista de la pantalla del pc, calculando presupuestos, entrando en las webs de las compañía de seguros de salud para contrastar datos a petición del cliente, grabando datos personales en fichas, en solicitudes, gestionando incidencias, comprobando si éstas se han registrado correctamente… No puedo dejar de mirar la pantalla, no hay descansos visuales. Supongo que me estaré quedando ciega, pero ni de percatarme de eso me da tiempo.
Y me gustaría estar haciendo otras cosas: limpiando en casa, incluso. Pero no tengo tiempo.
Y cuando regreso estoy tremendamente cansada.

La próxima semana es la última antes de mis últimos días de vacaciones. Son cinco días (del 15 al 19), pero se juntan con dos fines de semana y resultan nueve días seguidos. En esta empresa nos dan veintialgún días al año (no sé si sumados los ‘festivos’ que trabajamos o no, probablemente se suman aparte…, bueno, según sea cada cual y cómo le caiga a la responsable) pero no se cuentan los sábados y domingos. En la práctica está bien, aunque sigo pensando que son menos de los 32 del convenio de telemárketing (que además tiene sus días festivos oficiales, que o se cogen o si se trabajan se compensan y se pagan aparte), pero realmente lo aplican así para que al despedir a alguien siempre salgan menos días de vacaciones pendientes de disfrutar…con el consiguiente ahorro de indemnizaciones. Yo parto de la base de que cuando llegue mi fecha de despido (por fin de contrato: veinticuatro de noviembre) les deberé dinero…, precisamente por haberme cogido ya los días de vacaciones correspondientes al año completo (hasta diciembre). Pero tampoco voy a pensar en eso.
Ayer supe que probablemente esa misma semana, del 15 al 21, él va a estar también (por fin!!!) de vacaciones. Y ni siquiera le mencioné o recordé que esos mismos días son los que yo estaré libre de horarios y compromisos. Para qué, si ya sé que no puedo hacer planes con él, si cualquiera de esas cosas normales que la gente normal que mantiene una relación yo no puedo hacerlas con él. Supongo que porque como he dicho alguna vez, la relación sólo ha estado en mi cabeza o ni siquiera eso, en alguno de mis deseos en algún momento de estos tres años y medio últimos.
Así que imagino que esos días ni siquiera le veré esa hora semanal que intento repetir estos últimos meses…

Entro a trabajar a las cinco de la tarde. Tendría que empezar a prepararme algo para comer sobre las tres, pero tengo tan pocas ganas de hacer nada que…
Casi me suena raro decir que ya estamos en septiembre. Este año ni siquiera he comprado la agenda de cada curso: por ahí estará enterita la del curso pasado. Creo que no llegué a estrenarla.

Cinco de septiembre, época de reenganche en la rutina laboral.
Viernes de la primera semana de septiembre. Calor de pleno verano. Se hace de noche repentinamente sobre las nueve.
Y yo, que siempre dormí tan poco, que necesité dormir tan poco, solo sueño con poder dormir y descansar.